En el mayor atentado terrorista
contra civiles, registrado en Nueva York (Estados Unidos de Norteamérica), el
11 de septiembre del 2001, cuando dos aviones de pasajeros fueron estrellados
contra las torres gemelas, las más alta de la ciudad, la Prensa norteamericana no
quiso los ciudadanos vieran una sola imagen de las víctimas: sin que nadie se
lo pidiera, o quizá en nombre de una parte de sus lectores a los que
determinadas imágenes hieren su sensibilidad, asumió el control de las fotografías,
para supuestamente proteger a la población. Se les negaba la visión de ciertas
escenas de la realidad más brutal para, según esa Prensa, no herir
sensibilidades y evitarles sufrimientos o estados emocionales traumáticos.
El
16 de marzo del año 2003, se produjo la llamada Cumbre de las Azores, en la que
participaron el presidente estadounidense George W. Bush; Tony Blair,
presidente del gobierno británico; José María Aznar, presidente del gobierno
español; y el portugués José Manuel Durao Barroso… Los señores Blair, Aznar y
Durao Barroso recibieron después importantes prebendas internacional, quizá
como recompensa a su apoyo a la intervención militar norteamericana. Aquella
cumbre fue el pórtico a la ilegal invasión de Iraq, no autorizada por la ONU, realizada entre el 20 de
marzo y el 1 de mayo del 2003,
a partir de la gran mentira de la posesión de armas de
destrucción masiva en poder de Sadam Hussein, dictador en Iraq. Y pudimos ver
todo un espectáculo de muerte y destrucción, quizá porque las víctimas no eran
occidentales. No se ahorraron imágenes de aquel horror: ¿los bombardeos
selectivos de la aviación norteamericana, no hería la sensibilidad de esos
lectores que escriben cartas de protesta a los periódicos?
El atentado del 11-M
en Madrid, España, el jueves 11 de marzo del 2004, hace ahora diez años, dejó a
la sociedad española conmocionada, traumatizada: 191 muertos y miles de heridos,
físicos y psíquicos. El fanatismo islamista utilizó la excusa de la guerra de
Iraq, proporcionada por José María Aznar, para atentar contra el pueblo de
Madrid, que había rechazado abiertamente la guerra en múltiples
manifestaciones. Una de las fotografías hechas en aquel escenario bélico, junto
al Polideportivo de la calle Téllez, permitió ver la realidad y esencia
terrorismo: muerte y destrucción, nada más. Pero en esa misma fotografía, bien
analizada, se pudo y se puede ver vida y solidaridad: unos ayudaban a otros
para salir de aquel escenario de guerra.
Sobre las secuelas
del atentado del 11-M, una década después, mis reflexiones se resumen en distintas
preguntas, con diferentes respuestas: ¿debemos vivir en duelo permanente, atrapados
en un sufrimiento estéril que nos impide analizar las contradicciones de
nuestra sociedad; o debemos vivir pausados, sin olvidar a las víctimas, atentos
a decisiones políticas que nos pueden condicionar la vida y originar
catástrofes o destrucción de países? En la visión individual sobre los efectos
en cada víctima, con nombres y apellidos, sé perfectamente que hay casos de
imposible recuperación social; personas que jamás superarán la pérdida de un
padre, de hijo, de un hermano, de un amigo. El atentado del 11-M les ha dejado
secuelas psicológicas que marcarán negativamente el resto de su vida, pero esos
casos no deben condicionar la recuperación del mayor número posible de víctimas
y su integración total en la sociedad. Casi diría que trabajar por la
recuperación social y psicológica de las víctimas es una obligación. No se
puede vivir en un estado permanente de duelo, asustados, aferrados al dolor.
El
7 de julio del año 2005 los islamistas atentaron en Londres, en el Metro y
contra un autobús. Hubo 56 víctimas mortales y 700 heridos. Era la respuesta
islamista por el apoyo del seudo-socialista Tony Blair a la invasión de Iraq,
no autorizada por la ONU. Las
autoridades inglesas y la
Prensa impidieron ver las imágenes de aquel horror. Los
ciudadanos una vez más fueron manejados como asustados adolescentes a los que
había que proteger, negándoles las instantáneas del atentado islamista. ¿Qué
derecho tiene la Prensa a ocultar la realidad en sus aspectos más traumáticos?
Negar o disfrazar la
realidad es un método que los norteamericanos vienen usando desde que aquellas
fotografías de la guerra de Vietnam pusieron a la mayoría de la sociedad contra
la guerra. Para evitar el rechazo a esas decisiones políticas que provocan
guerras y terrorismos, los gobiernos se afanan en convencer a los ciudadanos de
la necesidad de evitar imágenes traumáticas, para impedir que los ciudadanos
choquen con la realidad, abran los ojos y reflexionen sobre la realidad de la
vida, o sobre las oscuras decisiones de los políticos muy atentos a sus
intereses de casta (han logrado conformar una casta social con apariencia
democrática). Y cuando los medios de información esconden imágenes a los ciudadanos,
para supuestamente no herir sensibilidades, manipulan con descaro la realidad y
atentan contra la democracia. Pretender justificarse en el sufrimiento que las
imágenes de actos terroristas provocan en las personas es una burda falacia: el
sufrimiento forma parte de la condición humana. Insistir en este punto es tan
cansado como demostrar lo obvio.
En las sociedades
democráticas occidentales, lo normal sería tratar a los ciudadanos como
personas adultas y ofrecer la realidad tal y como es, sin tapujos o
manipulaciones, (la objetividad existe: los muertos están ahí, con nombres y
apellidos. Otra cosa son las manipulaciones posteriores, de algún enfermo
mental, fabricando delirantes conspiraciones de cercanos autores intelectuales).
Los ciudadanos deberíamos tener derecho a ver el terror tal y como es, en su
máxima brutalidad, sin que se obligue a nadie a mirar: ¿acaso los que miran al
horror de frente y reflexionan sobre los terrorismos, sobre oscuras decisiones
políticas que provocan guerras, son menos sensibles que aquellos otros que
cierran los ojos y/o lloran con amargura ante las brutales imágenes de cuerpos
destrozados? ¿Únicamente son sensibles al horror del terror los que cierran los
ojos y se niegan a ver fotografías? El horror de las guerras no es algo nuevo.
Si se echa un vistazo a “Los desastres de la guerra” (1810-1815), grabados de
Goya –un hombre lúcido de su época, un ilustrado forzado a abandonar España–, que
describen con toda crudeza la guerra de los españoles contra la invasión napoleónica,
se advierte hasta qué punto el hombre se puede transformar en un monstruo de
negras entrañas entregado a los mayores actos barbarie.
Ver la cruda
realidad desmonta la realidad oficial que los gobiernos quieren imponernos,
porque el terrorismo no está sólo en “ellos” frente a “nosotros”; el sufrimiento
no está sólo en “nosotros”, nuestra sociedad, ni mucho menos; ni somos más
sensibles que “ellos”, por muchas lágrimas que derramemos. Basta con echar unas
miradas a lo que queda o han dejado de Iraq, o a lo que está pasando en Siria.
El resto es pura hipocresía maniqueísta, muy propia de las sociedades
occidentales: buenos frente a malos. ¿Somos “nosotros” los buenos y son “ellos”
los malos?
La Prensa occidental y su paternalismo de
baratillo, cuando nos oculta la realidad nos trata como adolescentes,
debilitando las estructuras de las sociedades democráticas. ¿En nombre de qué o
de quién hay que proteger a los ciudadanos de la realidad? Está claro que no
hay que proteger a los ciudadanos censurando fotografías: hay que proteger a la
sociedad de los terrorismos, en cualquiera de sus formas.
Pablo Torres
Premio Ortega y Gasset de Periodismo Gráfico 2005.
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