domingo, 14 de abril de 2013

CRISTOBALÓN “EL CARRETERO” (y 2)






Excesos de juventud de Cristóbal Fernández Dorado,anarquista socarrón y mujeriego, bellaco en sus bellaquerías.Se casó con una viuda católica y beatona: el matrimonio acabó como el rosario de la aurora. Miliciano de la República, encarcelado por defender la Libertad y la democracia, el franquismo le aniquiló
(NARRACIÓN CORTA. SEGUNDA Y ÚLTIMA ENTREGA)

MOSTILLO, PERO MENOS
La cosecha había sido extraordinaria: las cepas, cuajadas de prietos racimos, formaban un verde mar rotulado lleno de vino. Manuel llenó dos garrafas del turbio líquido amarillento al pie de la misma prensa. Cargó la borriquilla y las llevó a casa. Carmen dispuso un gran y hollinado caldero de cobre en la chimenea, alimentada con gavillas de secos sarmientos. Vertió el preciado mosto en el recipiente, para una cocción a fuego lento, muy lento.
            Al día siguiente habría una pequeña fiesta familiar: todos, grandes y chicos, participarían de la caldereta de cordero. Al final, el mejor y más dulce postre soñado: mostillo hecho con arrope.
            Carmen se esmeró en la preparación del arrope, removiendo el líquido denso y viscoso hasta que adquirió esa pastosidad gelatinosa. Estuvo pendiente del caldero, vigilando que tuviera el fuego adecuado, catando la dulce pócima, hasta que obtuvo ese punto ideal de dulzura. Ayudada por su hija, a partir del arrope preparó mostillo, vertiendo el preparado en platos hondos, dejándolos enfriar, para fijar la necesaria consistencia. Manuel subiría los platos a los tejados, donde al frescor de la noche, cuajarían.
            El espíritu travieso y goloso de Cristóbal despertó con el aroma del mostillo. Esa noche, en otra de sus juergas, se apostó que se comería él solito hasta doce platos de mostillo. La bravuconada, una más, otra más, fue a más, afirmando que lo haría ante los ojos de los demás, después de cagarse sobre varios platos de mostillo.
            –¡Joder qué guarro eres Cristóbal! –le contestaron en la taberna, haciendo gestos de repugnancia–.
            Al amanecer, enfriado y cuajado el mostillo, Cristóbal escaló una fachada hasta alcanzar los tejados. Sombra silente, se deslizó hasta donde los platos reposaban: se bajó los pantalones, dejando su impronta intestinal repartida sobre los esperados postres. Y se marchó tan campante, a dormir. Regresaría a la hora de la comida, para comprobar in situ los estragos de su borriquería.
            –¡Ay Jesús Santo, qué disgusto! –las voces de las mujeres alertaban de la fechoría–.
            Ufano, Cristóbal se presentó dispuesto a corregir la situación. No se identificó como el autor de la barrabasada –le hubieran apaleado–, aunque apuntó que el mostillo era recuperable: sólo se debía retirar el excremento que adornaba el mostillo. Se echaron las manos a la cabeza, gesticulando asco.
            –Si no tenéis inconveniente, yo mismo lo puedo hacer. Y comeré el mostillo aquí mismo, para que luego no digáis que no es posible comerlo.
            –¡No seas borrico Cristóbal!
            Ni corto, menos perezoso, puso uno de los platos de mostillo sobre la mesa. Con una navaja, manejada con habilidad, quito una fina capa de mostillo, retirando el excremento sin tocarlo. Después, con una cuchara atacó el delicado postre ante los atónitos ojos de los presentes, que no ocultaron ni disimularon, con gestos y expresiones, la náusea que vivían. La chiquillería disfrutaba.
            –Pero si esto no es nada. Traer otro plato y veréis –aseguró Cristóbal.
            Repitió operación, saboreando luego el suculento mostillo. Incluso se permitió bromas, que aumentaron las arcadas de los presentes. Cristóbal se comió, efectivamente, doce platos de mostillo. Y obtuvo su premio: una intensa diarrea, acompañada de fuertes dolores intestinales.

“LA GORDA” DE EL TOBOSO
–Con la iglesia hemos dado, amigo Sancho…
Vivían la agitación de unos días confusos, extraños, violentos. Un grupo de oficiales africanistas habían dado un golpe de Estado, desde las plazas militares de la costa norte de África. Y la sedición se había extendido por todo el país, provocando enfrentamientos armados. En El Toboso las autoridades locales, fieles a la II República, mantuvieron el control que pudieron, vigilando como mejor supieron a los milicianos más radicales e indisciplinados, capaces de cualquier barbaridad; y detuvieron a todos aquellos derechistas que se señalaron por alentar el enfrentamiento civil cainita.
Los meses se sucedieron, estabilizándose los frentes de guerra. En las retaguardias, en los pueblos bajo el control de la República, la vida colectiva se hizo rutinaria, incluso en la complejidad de la guerra: muchachos jóvenes y hombres maduros, junto con milicianas libres en su libertad, se incorporaban al Ejército de la República. Unos eran voluntarios, otros iban a los frentes con sus quintas. Las separaciones familiares resultaban traumáticas: el temor a la muerte en combate era mayor en los padres que en los propios soldados. Se maldecía a aquellas bestias apocalípticas, sedientas de sangre, que habían provocado la guerra civil al fracasar en media España su enésimo golpe de Estado.
Aquella mañana, seca y calurosa, preludio de una jornada asfixiante, un telegrama llegó a la oficina de Correos para romper la monotonía. Desde el ministerio de la guerra se pedía a las autoridades locales que consiguieran todo el hierro posible y otros metales para enviarlos a fundiciones y obtener materia prima con la que fabricar armas, en unos días en los que la libertad y la democracia únicamente se defendían con las armas.
El alcalde y la corporación municipal se reunieron de urgencia en el ayuntamiento. Se redactó un bando pidiendo la colaboración de todos los vecinos para conseguir hierro, cobre, bronce, latón, estaño… excluyeron de la petición cualquier pieza de los arados o los necesarios aperos para las faenas agrícolas, porque cualquier metal no precioso, tenía tanto valor como el mismo oro. En una semana no consiguieron ni una tonelada de metales.
            –¿Y si utilizamos las campanas de las iglesias? –propuso el representante municipal del sindicato CNT–.
            –Con la iglesia hemos topado, compañeros y camaradas – replicó de inmediato el alcalde, resoplando–.
            En un ordenado debate, algunas pistolas cargadas y montadas, se escucharon todas las opiniones. Hablaron comunistas, socialistas, libertarios, republicanos… Eran siete representantes que expresaron nueve o quince opiniones diferente, opuestas, algunas complementarias. Ante la falta de acuerdo, dejaron la decisión final al alcalde.
            –Pues si con la iglesia hemos dado, amigos, compañeros y camaradas, que la iglesia no devuelva lo mucho que nos ha robado. ¡¡Que caiga “la gorda”. Viva la República!!”.
            Un grupo de cuatro o cinco milicianos subió a la carrera la estrecha escalera hasta el campanario, en lo más alto de aquella torre cuadrada, de grandes dimensiones, que empequeñecía el templo. Desde la altura se divisaban los pueblos de Quintanar y Miguel Esteban, al oeste; y Pedro Muñoz, al este. Los voluntarios, controlados incontrolados que se encargaban de velar por la seguridad de la población, miraron y remiraron el campanario, sin ser capaces de imaginar cómo podía echar abajo la campana mayor, “la gorda”.
            –¿Cuánto puede pesar una campana?
            –No sé, unos mil o dos mil kilos, ¿no?
            –Anda ya. Eso es demasiado, ni que fueran macizas…
            –No discutamos. La República necesita metal para fabricar armas, necesita municiones para defenderse de los fascistas. Aquí hay metal, muchos kilos de metal.
            –Esto lo echo yo abajo con cuatro tiros, por la madre que me parió…
            –Esto es más sólido de lo que parece…
            Cargó su fusil y empezó a disparar contra la estructura de madera, sin conseguir nada, salvo poner en peligro a sus otros compañeros.
            –¡Para para! No seas animal ¡coño! que nos vas a matar con una bala rebotada.
            –¿y si se lo decimos a Cristobalón “el carretero”? –propuso uno de los milicianos–
            –¿El marido de la sorda beata?
            –Sí, el mismo.
            –¿El que vive un poco más allá del arco?.
            –Claro, ese.
            –Cristóbal es muy burro. Es capaz de echar abajo él solo toda la torre. No sé que decir…
            –¿Le avisamos o no?
            –No quiso participar en “La cremá de la pata del diablo”.
            –Aquello fue obra de los camaradas anarquistas de Alcázar. No tenían derecho a venir al pueblo y pasear a los fascistas. Todos podemos pagar por aquella barbaridad.
            –¿Le avisamos o no, porque esto no hay quien lo eche abajo?
Cristóbal, Cristobalón el carretero, hombre maduro, de poco más de cuarenta años, casado y con dos hijas, era un hombre feliz, con ganada fama de excesivo en sus excesos. Se situó frente al acceso principal de la iglesia de San Antonio Abad, en la fachada sur, la misma iglesia que citara Miguel Cervantes en “El ingenioso hidalgo de La Mancha”, repitiendo la misma frase que Don Quijote le dijera a su buen escudero:
–“Con la iglesia hemos dado, amigo Sancho”.
Se alejó unos pasos, para contemplar el enorme edificio religioso, para disfrutar del conjunto arquitectónico. Se disponía a quitarle la voz metálica, el reclamo, el grave sonido de su campana mayor, “la gorda”. Sentía que echar abajo aquella enorme campana, era mucho más que una simple operación de carpintero. La campana simbolizaba llamada a misa, celebraciones… alienación, embrutecimiento, superchería. Y de su boca salían coplillas revolucionarias cantadas en voz baja, siguiendo la estela musical del himno de Riego:
–“Si los curas y frailes supieran la paliza que les vamos a dar, subirían al coro cantando libertad, libertad, libertad”.
            Ni siquiera se planteó bajar la campana con alguna grúa, o levantando algún andamiaje de apoyo. La altura de los tres cuerpos de la torre, separados por una línea de imposta, estaría entre los veinticinco y los treinta metros. Primero debería inclinar la campana, luego desclavar los puntos de anclaje y después, con una palanca provocar su caída hacia el exterior. Porque si la campana quedaba dentro del campanario, sería imposible levantarla en espacio tan reducido y arrojarla hasta la calle. Y recordó que mejor pensar un buen rato y después actuar; que no actuar, para después no encontrar soluciones.
            Construyó una plataforma de madera, en forma de un plano inclinado; y después unas serraduras en cuatro puntos concretos de los anclajes que desprendieron la campana gorda. La pieza se desplazó hasta la plataforma inclinada que, con el peso, desniveló más el ángulo. Con varias palancas provocaron que aquella mole se deslizara precipitándose hasta el suelo: en su caída, dejó huellas al arrancar trozos de la imposta. Un tremendo ¡¡goooonnng11 en su choque contra el suelo, escuchado en todo el pueblo, hizo retumbar las casas de las inmediaciones.
La caída de “la gorda” se celebró con gritos mezclados de “¡Viva la República!” y “¡Viva la madre que te parió Cristóbal!”, acompañados con vino y disparos al aire de fusiles y pistolas.
Desde la altura del campanario contempló feliz su hazaña. Emocionado, acertó de decir:
–La república ya tiene metal para fabricar armas. Ahora le faltan hombres para empuñarlas. Compañeros, el frente me espera.

OCAÑA. “MON AMOUR”
El desolador crujido del cerrojo, cerrando la verja a su espalda, le perforó agudo las sienes. Escuchó a los aseados, bien alimentados celadores, de impecable uniforme gris, comentar en voz alta para que su voz llegara clara a los presos: “¡Más rojos de mierda, hijos de puta. No vamos a dejar ni uno. No tienen derecho ni a la vida!”. Atrás quedaban las ilusiones perdidas en tres años de guerra civil, en tres años de cruel y sangriento enfrentamiento ganado por los sediciosos, los mismos que le habían condenado a dieciséis años de reclusión por “adhesión a la rebelión”: ¡Qué sarcasmo!
            Estaba en el interior del penal deOcaña, dentro de unos gruesos muros que separan la vida y la muerte, uno de los centros más inhumanos del sistema represivo franquista, donde la vida de los presos políticos, la vida de los rojos, no valía una perra chica. Estaba allí, porque los suyos, los republicanos, habían sido derrotados por el fascismo internacional. La palabra “Libertad” era un recuerdo, un añorado e insistente recuerdo que le mantenía vivo.
            Cristóbal se resignó –¿qué otra cosa podía hacer?– ante su incierto futuro: ¿tienen futuro los perdedores? Sólo le quedaba la esperanza de sobrevivir, sin saber a qué o por qué. Los presos como él no tenían mañana. Vivían el hoy, pendientes de que fueran llamados para ser fusilados en la madrugada del día siguiente.
            Les obligaron a formar en uno de los patios de la cárcel, al sol. Cuerda de prisioneros políticos: cuestiones de filiación y reparto de atestadas celdas. Teófilo, Teófilo Torres Ramos, el muchacho miguelete que pasaba lista por orden alfabético –no tendría veinte años, no llevaba uniforme de celador: parecía otro preso– voceaba los nombres, indicándoles el número de celda. En la efe de Fernández hizo una pausa: preguntó por Cristóbal Fernández Dorado: “¡Dónde está!”. Llegó una voz apagada, temblorosa, diciendo “Aquí”. El muchacho se le acercó, preguntándole:
            –¿Tú no estuviste en La cremá de lapata del Diablo, en el Toboso?[1]
            Los franquistas ni olvidaban ni perdonaban: haber estado en “La cremá de la pata del diablo” suponía una brutal paliza y el fusilamiento inmediato, independientemente de la condena que le hubieran impuesto. Y Cristóbal vivía en El Toboso cuando se produjo el asesinato de los derechistas.
            –¿Yo? No, no –pálido y frío mármol en su desencajado rostro–.
            –Tú vivías en El Toboso…
            –Sí, sí, pero yo no…
            Recordó su pasado: una juventud excesiva, salpicada de borriquerías mil; un matrimonio roto: dos hijas… y un hijo al que no conocía: su mujer, Socorro, lo había parido en una inclusa de Madrid, abandonando a la criatura en el mismo centro; una guerra civil: evacuación de sus dos hijas desde Albacete a Ontur, un pequeño pueblo en el límite provincial con Murcia; e incorporación a las milicias populares de la República, en una compañía de la Central Nacional del Trabajo (CNT); testigo accidental de los sucesos conocidos como “La cremá de la pata del Diablo”, donde fusilaron a doce fascistas; colaborador gustoso para echar abajo las campanas de una iglesia en El Toboso; prisionero al acabar la guerra civil, ocultando su filiación anarquista para evitar ser fusilado de inmediato… Ahora todo estaba perdido: le habían descubierto.
            –Sí, tú estuviste allí.
            –No, no, de verdad –temiendo por su vida–.
            En 1942, cuando Teófilo tenía veintidós años, llevaba ya un tiempo en la prisión de Ocaña. Los rebeldes le habían condenado en juicio sumario por “adhesión a la rebelión” a dieciséis años de cárcel. Hijo del alcalde socialista de Miguel Esteban, su pueblo natal en La Mancha más árida, cuando contaba sólo con dieciséis años se incorporó a las milicias de la República para defender la libertad y la democracia. Se trasladó hasta Toledo, para combatir intentando tomar el Alcázar. Tras los fallidos ataques y una apresurada desbandada por la llegada de las tropas de Franco, fue trasladado hasta el pueblo cordobés de Pozoblanco, donde combatió hasta el final de la guerra civil. Cuando disolvieron su compañía, junto con otros suboficiales de la República, reunieron toda la documentación de las unidades militares que operaban en la zona y la llevaron hasta el polvorín, procediendo después a volarlo. Garantizaban así el anonimato de miles de soldados, borraba así su pasado militar con la República.
            Teófilo sabía leer y escribir con fluidez, era joven. Los nacionales creían que le habían condenado por el hecho de ser hijo de un alcalde socialista. Y le pusieron a trabajar en las dependencias administrativas del penal: recepción de presos, control, filiaciones…
            –¿Es que no me conoces? –cortó el joven que les recibía para completar su filiación como presos–.
            –No, no sé quién eres –casi sin respiración–.
            –Tonto de los cojones, soy Teófilo, el hijo de Genaro, alcalde de Miguel Esteban. Mi padre era uno de tus compañeros de correrías…
            –¡Joder Teófilo, qué susto me has dado! Casi me muero del susto –le temblaban las piernas–.
            Recobró el aliento, el color. Teófilo le dijo que cuando terminara de pasar lista hablaría con él, para informarle sobre la situación de todos los compañeros, de las precauciones que debería adoptar: las malolientes celdas, sin la menor higiene, estaban abarrotadas de republicanos. El rancho era muy escaso y de mala calidad. Le recomendó que bebiera agua, mucha agua; que evitara cualquier tipo de comentarios cuando tuviera cerca de algún carcelero. Le insistió en que no se fiara de todos aquellos que buscaran sonsacarle: chivatos condenados por delincuencia común. Se puso bajo las órdenes de Águedo Casas, un comunista corajudo, enteramente de fiar.
            –¿Y “Sombrerete”?
            –Murió. Una pareja de la guardia civil le trasladó a pie desde Quintanar. Llegó al penal en muy malas condiciones. Tenía muchos años y no parecía querer vivir. Nos quitamos un poco de comida cada uno, para dársela, pero no resistió. En dos semanas se consumió. Murió en los huesos.
            –¿y “La Pernala”?
            –Está muy enferma, en aislamiento. Creemos que tiene tuberculosis. Necesitaría buena alimentación, descanso y respirar aire limpio. Aquí o te comes el rancho con los gusanos y bebes mucho agua, o mueres. Y respiramos suciedad. Los piojos y las chinches están por todos los rincones.
            –¿Se puede pasar comida de fuera? Tengo oído que muchas mujeres traen a sus hombres pan y embutidos…
            –Las que logran hacer llegar un hatillo de comida a sus maridos tienen que pasar antes por los carceleros, en la pensión de…
            –Entiendo.
            Todas las noches los celadores recorrían celda a celda portando su lista de la muerte, en un ejercicio sádico, citando macabros los que serían fusilados al alba: “A ver, a quién le toca hoy: Al, Al, Al…”. Los Alfonsos, Albertos, Alonsos, Alfredos… se incorporaban, dándose los últimos abrazos con sus compañeros, levantando el brazo izquierdo con el puño cerrado: “Alberto Ruiz Aguado”. En la madrugada, desde las tapias del cementerio municipal, a unos dos kilómetros de la cárcel, llegaban los sonidos secos de los disparos de los pelotones de fusilamiento, los posteriores tiros de gracia. Y volvía la normalidad, hasta la noche: malos tratos y palizas, hambre, insultos y humillaciones, piojos y chinches…
            Pasaban días y días, semanas y semanas, meses y meses: hacinados y hambrientos, vejados y pateados, soportando toda suerte de sevicias, los republicanos recibían noticias de la guerra en Europa: los fascistas están perdiendo, “Lo nuestro no puede durar mucho”.
            –Cristóbal, aséate y ve a la sala de visitas. Quieren verte –el carcelero ese día estuvo incluso amable–.
            Desconcertado, con el corazón en un puño, se personó en la sala de visitas. Sentado, le esperaba Pascual, el falangista, perfectamente uniformado. Fumaba tranquilo, como ausente. Cristóbal tuvo malos presagios: el miedo se apoderó de su cuerpo. Pascual, el falangista, estaba casado con Esmeralda, hija de su ex-mujer. La inesperada visita nada bueno podía anunciar.
            –¿Te tratan bien?
            No podía decirle que le trataban, como a todos, a patadas; no podía decirle que comían mal y poco, cuando comían; no podía decirle que, desde el más absoluto desprecio, les obligaban a misa semanal, en un proceso de reeducación moral y político... No deseaba verle y estaba allí, derrotada estatua.
            –Sí claro, nos tratan bien.
            Cuatro paredes, frías y sucias; un alto techo, del que colgaba un cable que encendía y apagaba una anémica bombilla; un suelo gris, de renegridas baldosas; una mesa alta, de madera vieja; y una silla cochambrosa conformaban la sala de visitas. Pascual se levantó, ofreciendo a Cristóbal el asiento. Obedeció. Moviéndose muy lento, fumando distraído, en tono paternalista, le explicó que la familia, con el consentimiento de Socorro, su mujer ante la Ley de Dios, había decidido vender el casón de El Toboso. Era un buen negocio para todos –le aseguró–.
            –¿Qué queréis de mi? –extrañado, sorprendido. No le necesitaban para nada–.
            Extrajo unos folios de uno de los bolsillos de la chaqueta: los puso en la mesa. Cristóbal entendió: debía firmar la autorización para la venta del casón, para entregarles su casa. Cristóbal no hizo más preguntas: pidió una pluma y estampó su firma y rúbrica. Entregó los papeles a Pascual.
            –Bien Cristóbal, haremos lo que esté en nuestras manos para salvaguardar tu vida. No temas.
            Le saqueaban legalmente, aunque acababa de comprar su vida. El precio: un enorme casón familiar en El Toboso, propiedad de su esposa, Socorro, de la que estaba separado desde hacía años. Él nada había aportado al matrimonio, aunque no entendía que necesitaran su firma: podían haber pedido su fusilamiento por ser un peligroso rojo, un anarquista que se alistó como voluntario en el Ejército de la República para defender la libertad y la democracia. Quizá hubiera algo más, aunque nunca quiso saberlo. Se levantó de la silla y en silencio abandonó la yerma sala de visitas.
            Años más tarde, finalizando los Años 40, Cristóbal Fernández Dorado, Cristobalón “el carretero”, fue puesto en libertad vigilada: los rojos no eran de fiar. Debían ser vigilados. Regresó a Albacete, donde inició una nueva vida. Nunca más volvió a ser él mismo, el Cristobalón de los excesos, de las extravagancias y otras bellaquerías, de las mil borriquerías.
FIN

[1] Fue un dramático y brutal episodio protagonizado por la CNT de Alcázar de san Juan (pueblo de Ciudad Real a unos 25 kilómetros de El Toboso). Un camión con seudo-anarquistas llegó a El Toboso e hizo una saca de presos derechistas a los que pasearon.