Pueblo en La Mancha más árida, Miguel Esteban tiene sus orígenes allá por el siglo XIII, aunque los primeros datos
documentados están en las Relaciones Topográficas de Felipe II. Será el marqués
de Ensenada, con su Catastro o averiguación, el que ofrecerá todo un conjunto
de datos sobre el pueblo que evolucionará al ritmo del país. La división ideológica del pueblo se
producirá con la segunda República. Las fuerzas de las derechas más
reaccionarias, en unión con la iglesia católica y una facción del ejército, se
opondrán con todas sus fuerzas y métodos ilegales contra el nuevo Estado
democrático, hasta fomentar y patrocinar un golpe de Estado que llevaría a los
españoles a una guerra civil (1936-1939), nunca acabada.
ENTREGA 3
ANTROPOLOGÍA
COSTUMBRE Y USOS
SOCIALES
VIDA COTIDIANA
ANTIGUA
CACHARRERÍA
TRADICIONAL DESAPARECIDA
TRAJE ANTIGUO
MIGUELETE
LA FERIA DE SEPTIEMBRE
COSTUMBRES Y USOS
SOCIALES.- Determinar y definir los usos y costumbres sociales en La Mancha, en general; y en
Miguel Esteban, en particular, es complejo, complicado. Podemos describir, en
su evolución, los modos de vida y las costumbres del siglo XX, incluso con
testimonios de personas que son, actualmente, historia viva de su tiempo; pero
no podemos ir más allá. Para saber del siglo XIX hay que revisar la historia
oficial, ir a la Literatura,
a los libros de viajes, a los textos sobre Medicina, Arquitectura o Geografía…
Igual ocurre con los siglos anteriores. El punto de partida lo situamos en el
siglo XVII, con el Quijote: el libro de Cervantes describe la geografía
manchega más pura del Quinientos, ofrece tipos, usos y costumbres sociales,
gastronomía…
Algunas descripciones de tipos manchegos, en los inicios del siglo XX,
las encontramos en la
Literatura del pintor José Gutiérrez Solana[1]
que con 34 años, publica La España negra (1920). Solana, pintor y un gran
viajero, es un singular autor: anticlerical, se fija en lo sórdido de la vida y
diversiones de los pobres, sus miserias y defectos físicos y morales, con
crueldad expresionista.
VIDA COTIDIANA ANTIGUA.- En el medio rural, en los pueblos –villas y aldeas con sus propios olores a sarmientos quemados de mañana–, el día despertaba con el canto del gallo, con el traqueteo de los carros, el golpear de la pezuñas de las mulas, los rebuznos… la vida cotidiana se iniciaba con el sol. Los labradores –en las alforjas un poco de pan, tocino y queso, con alguna bota de vino– aparejaban a las bestias, mulas y borricos, para después de algún desayuno, trasladarse en carro o galera hasta las fincas para las faenas agrícolas: arado y preparado de la tierra, sembrado, recogida, siega, vendimia… según la época del año. Era un trabajo de sol a sol, duro en verano: exceso de calor y demasiadas horas de luz en jornadas interminables. La siega a mano, agachados y con la hoz, podía reventar a los más duros.
Las mujeres, trabajo doble, cuando
no se incorporaban a la siembra, siega o vendimia, se ocupaban de las duras e
ingratas labores domésticas, sin las comodidades actuales: cuidar de los hijos,
barrer con escobones, fregar incluso con arena, planchar con planchas de
hierro… guisaban en el fogón de la chimenea de suelo, alimentada con sarmientos
y cepas viejas.
La palabra vacaciones no existía: un
día seguía a otro, una semana a la otra; un mes era devorado por el siguiente,
un año sustituía al anterior entre la indiferencia y la monotonía. El único
día de descanso era el domingo, más las fiestas de guardar, Semana Santa y
Feria de septiembre. Julio y agosto no se identificaban con el descanso
vacacional y sí con el tiempo de la cosecha y la abundancia. Los
únicos centros de recreo, próximos en el tiempo, serían las sociedades recreativas,
los Casinos, utilizados normalmente por los pequeños y grandes hacendados.
Plaza de la Iglesia (plaza del Generalísimo, para los franquistas),
hacia 1960. Fotografía: Teófilo Torres.
La vida de los campesinos, braceros
y aparceros, prácticamente se mantiene en sus formas más arcaicas hasta bien
entrado el siglo XX, con muy pocos cambios por la pobrísima tecnología
existente. La mecanización de la agricultura en España se iniciará a mediados
del siglo XX, en la Década
de los 60, cuando el país deja de ser eminentemente agrícola para transformarse
lentamente en industrial, en la medida de lo posible, y de Turismo (servicios).
Hasta la Década de los 60, en Miguel
Esteban los campesinos seguían utilizando el carro y las mulas para trasladarse
a las tierras, el arado de tipo romano, la hoz para la siega, la galera en la
vendimia, el azadón para sacar patatas, el burro para pequeñas faenas
agrícolas… En las eras[2]
se utilizaban las trillas para separar el grano de la paja, que después debían
ser ablentado. Los tractores estaban contados, en manos de muy pocos. En las
huertas se sacaba el agua con norias. El trabajo, en su práctica totalidad, se
hacía a mano, sin utilizar la fuerza de las máquinas.
Como otros muchos pueblos manchegos, Miguel Esteban tenía mucho que
fotografiar: arquitectura popular, especialmente los casones solariegos con sus
enormes corrales empedrados (patios), que servían de almacén de utensilios de
labranza, y para cobijar a las mulas en las cuadras; calles encaladas, en sus
trazos urbanos, muy sencillos; rincones típicos, en los lugares más insospechados;
gentes, en diario quehacer (pastores, labriegos, zapateros, señoritos entrando
en el casino…) o engalanados de fiestas.
Los domingos y fiestas de guardar se
utilizarán por los viejos y los jóvenes para trasladarse hasta el Parque: los
viejos, sentados en los bancos, viendo pasar el invisible tiempo; los jóvenes,
en largos paseos –“¡Teófilo, échanos una afoto!” era una frase
frecuente– con sus juegos de miradas, preparando amoríos que fructificaran en
bodas, preparando una nueva generación… Eran los modos y usos sociales de
antaño, severamente vigilados por sotanas y tricornios: la hipócrita moral
católica impedía hasta los besos en la calle. Eran imposiciones religiosas que llegaban
al absurdo cuando obligaban observar ciertas reglas: prohibición de comer carne
en determinados días de la
Semana Santa (excepción si pagabas a la iglesia). El chorizo,
la morcilla, la carne de cerdo, se sustituía en la dieta por el sabroso potaje
de garbanzos con bacalao y espinacas.
Era costumbre fotografiarse en
ocasiones concretas: bodas, bautizos, comuniones… en domingos, festivos y
fiestas de guardar fiesta. Y hubo una “fauna” muy peculiar: su mejor
representante sería un personaje conocido por el apodo de Tarzán o El Tarzán, muy popular por sus excesos
extravagantes. Bonachón y campechano, corpulento –descomunal cabeza y
desproporcionada quijada o mandíbula–, tenía por costumbre, en las tabernas,
tras sus jornadas laborales, hacer exhibiciones gastronómicas.
Era capaz de comerse una corbata troceada o liarse a bocados con la boina de
cualquiera de sus paisanos. Sus aperitivos producían el
delirio de la concurrela: jaleaban sus barbaridades.
Otro ejemplo de la manera de ser en
los pueblos manchegos lo encontramos cuando leemos: Avanzada la década de los 60, cuando
la Feria de Miguel
Esteban (se celebra en septiembre), un miguelete tuvo la ocurrencia de fabricar
un extraño artilugio móvil, una especie de triciclo enorme, a partir de gruesas
ramas (horquillas) de árboles. En aquel bastidor de madera logró acoplar un
motor (una bomba de extracción de agua) e intentó que aquella máquina se
moviera. No lo consiguió en un primer momento por una razón de peso: las ruedas
era cuadradas. No tuvo más remedio que rendirse a la evidencia y se vio
obligado a redondear las ruedas de madera. Aquel maquinillo, de ensordecedor
ruido, superó la prueba y se movió entre el general asombro[3]
La vida de los pueblos cambiará radicalmente con el fenómeno de la emigración,
hacia las grandes ciudades de España (Madrid, Barcelona, Bilbao…) y hacia el
extranjero (Francia, Alemania y Suiza, básicamente); y con el turismo, que
supondrá divisas y afectará a los usos cotidianos y costumbres: España vivirá
con el Franquismo una larga y oscura noche de horror y represión social,
económica, cultural, política… Los turistas llegarán en masa a la España de Franco, vigilada
por curas y Guardia civil. Contaminarán el nacional-catolicismo retrógrado con
sus propias, desinhibidas costumbres: marcarán un punto sin retorno.
LA DESAPARECIDA
CACHARRERÍA TRADICIONAL.- En las casas, antiguamente,
utilizaban todo un conjunto de cacharros de barro cocido para las más
diferentes labores: usos domésticos o faenas relacionadas con las tareas
agrícolas, o con la elaboración del vino. Todos se abastecían de los centros
alfareros tradicionales, cuando vendían sus cacharros en los días de Feria.
Las tinajas de
gran capacidad, de Villarrobledo (actual Albacete) o de Colmenar de Oreja
(actual Madrid), se utilizaban en las bodegas: era el recipiente donde
fermentaba el mosto: se transformaba en vino[4].
Los cántaros y pucheros, de Mota del Cuervo (suroeste de Cuenca, a unos 20 kilómetros de
Miguel Esteban), servían para trasegar agua hasta las tinas y para hacer los guisos
y guisotes en la chimenea.
La cacharrería se componía también de botijos, para refrescar
el agua; orzas, para guardar y conservar alimentos; lebrillos, para la matanza…
Jarras, para el vino; y aguardenteras, para el aguardiente.
La cacharrería tradicional, doméstica,utilizada en Miguel Esteban procedía de Cuenca, de los centros alfareros de
Mota del Cuervo y Priego. Las alfareras o cantareras
de Mota del Cuervo, especializadas en hacer recipientes de barro para contener
líquidos, suministraban los cántaros y tinas de tamaño medio, para el acarreo
del agua; y los alfareros de Priego, piezas como orzas, jarras de vino y
aguardenteras.
En obras de remodelación, realizadas en distintas casas de Miguel Esteban,
a mediados de los años 90, se encontraron dos piezas de cerámica, en muy buen
estado de conservación: una aguardentera y una jarra de vino (de cueva). Las piezas
son de Priego, localidad situada al norte de Cuenca.
La aguardentera, definida por los
etnólogos como cacharro
de aguardiente, es un recipiente ventrudo, vidriado en tonos térreos
verde-negruzcos, de 26
centímetros de altura, provisto de dos pequeñas asas,
que se asienta en una base de 8,5 centímetros de diámetro. El perímetro
máximo de la barriga es de 50 centímetros. La boca es bastante angosta: 4,5 centímetros
para, imaginamos, su correspondiente tapón de madera o de corcho. Su
descripción es la siguiente:
Forma
similar al búcaro, aunque el acabado de la boca es más sencillo. Su tamaño es
mucho menor que el de los cántaros (capacidad para 2 o 3 libros). Está vidriado
exteriormente con sulfuro de plomo. Variedades: una vez desaparecida casi
totalmente su función original, esta pieza se ha desarrollado con las más diversas
decoraciones: pinturas y baños, bordados, técnica manganeso imitando madera…
Antigüedad: inmemoriable. Particularidades: totalmente modelada a torno, con adición
posterior de las asas[5].
La jarra de vino (de cueva), provista
de un asa, tiene 23
centímetros de alto, asentada en una base de 8,5 centímetros. Es
de perfil clásico, sin ser excesivamente ventruda (44 centímetros de
perímetro máximo en la barriga). La boca, de 7,5 centímetros, se
va a los 8 centímetros
en su parte picuda. Está descrita en el libro Estudio etnográfico de la alfarería
conquense[6]:
Pieza
de cuerpo ovalado que se estrecha hacia la base y hacia el cuello. Este es
largo y ancho y acaba en una boca ligeramente más ancha con un pico. Del cuello
al cuerpo, en el lado opuesto al pico, se coloca el asa. La pieza va vidriada
en plomo y sin decoración. Antigüedad: inmemoriable. Particularidades: totalmente
hechas a torno, con adición posterior del asa.
TRAJE ANTIGUO
MIGUELETE.- Por traje regional tradicional entendemos el vestido de gala,
usado por mujeres y hombres, en fiestas, actos sociales y fechas señaladas, en
los siglos XVIII y XIX. A lo largo del siglo XX se utilizarán ya como
manifestación folclórica.
En la actual Castilla-La Mancha
no se debe hablar de un traje regional manchego o castellano-manchego. Hay más
de un traje regional, dependiendo de las comarcas. Las situadas hacia
Extremadura o Andalucía Occidental tienen unos trajes, con unas características
propias. El traje regional de Lagartera (Toledo), pueblo muy próximo a Extremadura,
tiene poco que ver con el traje de Quero, en el límite con Alcázar de San Juan
(Ciudad Real).
La Fotografía nos ha
permitido ver los tipos y sus vestimentas, tal y como eran: los pobres, con sus
harapos y su mirada digna; los ricos, caras lustrosas, envueltos en sus finos
paños. El caso del fotógrafo francés Jean Laurent, que se estableció en Madrid
en 1857 y que en 1879 ya ofrecía en catálogo unas 5.000 vistas de España y
Portugal, nos permite ver tipos populares, imágenes de un tiempo concreto.
Laurent, posiblemente hacia 1870, fotografió a las gentes de Quero en Madrid,
con sus trajes tradicionales de gala. Entre Quero y Miguel Esteban hay 14 kilómetros de
distancia. Los usos y costumbres sociales, por tanto, no diferían mucho.
Hay diferentes trajes típicos en La Mancha. Los de
Madridejos (Toledo), en la parte más árida y reseca, representan el tipo de
vestimenta de gala para fiestas en los siglos XVIII y XIX. El traje de la mujer
se componía de jubón de color negro; refajo rojo o amarillo de bayeta, estampado.
Mandil de color, calado y bordado; toquilla de pelo cabra, y pañoleta de seda
bordada; o pañuelo de merino bordado, en colores; medias de colores o blancas.
El traje de gala del hombre estaba formado por camisa blanca de tirilla, con la
pechera bordada; pantalón negro y chaleco negro, de paño; elástica con las
vistas y bocamangas bordadas y faja de algodón.
En Ciudad Real, como en otras partes de La Mancha, había ropas de labranza,
sobrias, para realizar las labores del campo: recolección, matanza… y su correspondiente
traje de paseo, más cómodo, con más colorido. Estaba también el traje rico, de
gala. El de la mujer se compone de pecherín, de puntilla de encaje; pañoleta
estampada; refajo de rayas verticales, de diferentes colores, bordado en lana
blanca; mandil negro, de raso, con aplicaciones bordadas; medias de rayas,
haciendo juego con el refajo. El del hombre es de paño negro, chaqueta,
chaleco, pantalón y polaina, con botonadura de plata; y faja de terciopelo
bordada, en seda montada en cuero.
El traje típico miguelete responde a
las características propias de la zona y ha evolucionado con los años. Los de
los años 70, para las mujeres, se componían de: falda de rayas horizontales,
con mandil negro, pololos blancos y medias blancas. Hay que añadir un corpiño
negro, atado al centro con cordones. En el interior, faltriquera negra. Entre
los accesorios una cinta negra al cuello, pañoleta negra o amarilla, bordada;
un lazo negro, en el pelo. Las alpargatas se ataban hasta la media pierna,
haciendo zigzags.
Migueleta exhibiendo el traje regional tradicional
El traje de gala de los hombres, en los
años del tardo-franquismo, se componía de: pantalón hasta la rodilla, atado en
su parte baja por madroños; medias blancas y alpargatas, atadas hasta media
pierna, en zigzags; fajín, negro o rojo; camisa blanca, con chaleco negro; y pañuelo
en la cabeza. El
sombrero negro, de fieltro, se mantuvo hasta los inicios del siglo XX.
El actual traje comarcal miguelete, reservado
para fiestas locales y otras solemnidades, bastante usado en los días de Feria
(septiembre), para las mujeres se compone de: saya de rayas verticales (pololos
blancos, bajo la saya, y enaguas); medias blancas de hilo, con zapato negro;
faltriquera, de rayas; jubón de terciopelo, que puede sustituirse con camisa
blanca y corpiño negro; pañoleta amarilla, bordada (motivos muy variados:
florales, vegetales, geométricos…); mandil negro, con bordados; moño, con
peineta y lazo negro; cinta negra al
cuello, con una medalla. El traje de los hombres se ha simplificado, haciéndose
mucho más sencillo: pantalón largo, negro; zapatos, negros; camisa, blanca; fajín
rojo, ancho; y chaleco negro. Han perdido el pañuelo a la cabeza.
El traje regional ha perdido su
función social: no establece clase social, aunque se puedan lucir muchas joyas:
la riqueza de la ropa de gala, del paño, está al alcance de cualquiera que
desee lucir este tipo de vestimenta. Los trajes regionales tienen el encanto
folclórico del pasado, pero poco más. El que una mujer se vista con todos los
elementos del traje regional supone un esfuerzo: el “embalaje” es excesivo, aunque de gran belleza.
LA FERIA DE SEPTIEMBRE.-
Los festejos más importantes de Miguel Esteban se desarrollan en septiembre,
coincidiendo con la vendimia.
Es la Feria
migueleta, que se celebra entre el 7 y el 10 de septiembre.
La Feria septembrina responde a unos cánones universales:
feriantes que instalan sus tenderetes en la calle Mayor[7]
o en cualquier otra calle, ofreciendo desde las deliciosas berenjenas de
Almagro a la vista, rebosando las orzas de cerámica; a duros trozos de turrón
alicantino de Xijona. Hay vendedores ambulantes que, a modo de mercadillo
semanal, ofrecen artículos de cocina, incluidas las afamadas navajas de
Albacete, o alfarería para uso doméstico… Los tenderetes tienen su complemento
en las lúdicas atracciones, para niños, adolescentes y jóvenes: tiovivos,
coches eléctricos, tren de la bruja… Los fuegos artificiales, nocturnos, cuando
el día se deja caer en el siguiente, son el cierre a unas celebraciones
bastante artificiosas.
Los actos populares tienen su otra cara en los actos oficiales: las autoridades
municipales, con trajes de gala, bastón de mando en las manos, acompañadas del
clero católico y la Guardia Civil,
recordando maneras franquistas.
[1] Su producción literaria es tremendista,
expresionista, esperpéntica: Madrid: escenas y costumbres (series
en 1913 y 1918), La España negra (1920), Madrid
callejero (1923), Dos pueblos de Castilla (1924) y Florencio Cornejo (novela, 1926).
[2] En Miguel Esteban se localizaban en las afueras,
en las orillas más próximas. Las había en una zona conocida como La Vega, a la izquierda
del camino del cementerio; las había en la parte sur, próximas al camino de Alcázar
de San Juan… rodeaban el pueblo.
[4] Se cita reiterado que El Toboso fue núcleo
tinajero, por indicarse en El Quijote. En El Toboso, actualmente, no hay el
menor rastro de alfares o de tinajerías.
[5] Estudio etnográfico de la alfarería conquense. María Dolores Albertos Solera, Andrés Carretero y
Matilde F. Montes. Ed. de
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