Cristóbal Fernández Dorado en su vejez, en Madrid, en los primeros años de la década de los 70 (siglo XX).
Excesos de
juventud de Cristóbal Fernández Dorado,anarquista socarrón
y mujeriego, bellaco en sus bellaquerías.Se casó con una
viuda católica y beatona: el matrimonio acabó como el
rosario de la aurora. Miliciano de la República, encarcelado
por defender la Libertad y la
democracia, el franquismo le aniquiló
(NARRACIÓN CORTA. PRIMERA ENTREGA)
EXPLICACIONES Y
ALGUNOS DATOS BIOGRÁFICOS
El conjunto de
historias que se fabulan en esta narración corta, que hasta ahora había permanecido inédita, tuvieron como principal protagonista a Cristóbal Fernández
Dorado, mi abuelo materno, nacido en Motilla del Palancar (Cuenca), a finales
del siglo XIX. Sus padres, Patrocinio y Rosario, campesinos de condición
humilde, se trasladaban de unas poblaciones a otras, para trabajar como temporeros.
Eran de Campo de Criptana (Ciudad Real). Cristóbal tuvo como hermanos a Ismael,
el primogénito, Florentino, Ascensión y Sofía. De Ascensión y Sofía tenemos
noticias de que vivieron en Miguel Esteban. Nada sabemos de sus hermanos Ismael
y Florentino (Sofía, sobrina de Cristóbal, tiene una fotografía de Florentino).
Cristóbal se educó y vivió en Campo de Criptana, Miguel Esteban y El Toboso (Toledo), hasta 1936. Era carpintero, especializado en la construcción
de carros. Ideológicamente, Cristóbal era simpatizante de la causa anarquista,
entendiendo el anarquismo en el medio rural, en su tiempo. Los postulados
anarquistas en aquel tiempo obedecían a unas condiciones de vida muy duras para
las clases trabajadoras, especialmente para los campesinos, sometidos a los
terratenientes, detentadores de privilegios desde el siglo XV.
Se casaría con Socorro Caraballo Payá, hija de un cura con parroquia en
Madrid, viuda y con cuatro hijos. El matrimonio tendría tres hijos: Lourdes,
Araceli y Patrocinio. Separados –su esposa, Socorro, se hartó de sus insistentes
aventuras mujeriegas–, Cristóbal se trasladó hasta Albacete, con sus dos hijas.
Cuando los rebeldes africanistas provocaron la guerra civil, tras el golpe de
Estado del 18 de julio de 1936, Cristóbal se incorporó a las milicias de la República, con fuerzas
del sindicato anarquista CNT. En la postguerra, sufrió años de cárcel, pasando algunos
años en el durísimo penal de Ocaña (Toledo). Y puesto en libertad, una vez que
volvió a Albacete, convivió con Josefa, una joven de Motril, con la que tuvo
otros cuatro hijos: Olimpia, Florinda, Mauricio (también Maudilio) y Pepe.
Cristóbal Fernández Dorado podría
definirse como un hombre histriónico, socarrón; un espíritu libre y burlón propenso
a la juerga, dentro de ese peculiar estilo de la “España profunda” que tendría
sus raíces en esos textos de Camilo José Cela –deudor de la narrativa tosca del
pintor José Gutiérrez Solana– que describen una España analfabeta y salvaje,
cruel con los débiles… o en los chistes de Miguel Gila, retratos fidedignos de
un país cerril y asilvestrado, propenso a la bestialidad como principal seña de
identidad.
El conjunto de episodios conocidos de la vida de Cristóbal, Cristobalón
“El carretero”, le definen como un personaje divertido, protagonista de excesos
y borriquerías de pueblo: cruel en ocasiones con los tontos y los débiles
mentales, mujeriego empedernido, amante de sus hijas (su hijo Patrocinio nació
en una inclusa de Madrid. Socorro, su esposa, cuando su matrimonio estaba roto,
no quiso saber nada de ese hijo, quizá porque desde entonces no quiso saber
nunca más nada de Cristóbal. El amor inicial se transformó en odio. Cristóbal
no conocería hasta bastantes años después, cuando salió de la cárcel, donde
estuvo por rojo, a su hijo Patrocinio…
En la biografía de Cristóbal hay
lagunas, páginas en blanco, oscuros misterios: se sabe que mantuvo conocidos,
apasionados y efímeros romances aquí y allá, con unas y otras, solteras,
casadas, viudas… con posible descendencia extra-matrimonial… Forman parte de su
vida oculta, se llevó a la tumba tras sufrir un infarto fulminante.
Todas las historias que se recogen
en estos textos son reales, verídicas. Ocurrieron en unos lugares concretos, en
un tiempo preciso: finalizando el siglo XIX e iniciando su andadura el siglo
XX, una centuria muy conflictiva para los españoles, que arrastraban todos los
problemas económicos de la pérdida de las últimas colonias ultramarinas, más
una falta de modernización de todas las estructuras económicas y sociales. La
intervención de la iglesia católica en la vida política, económica y social de
España, desde la época de los llamados Reyes Católicos han sido tan nefasta
como negativa.
Las fuentes de información han sido Miguel Torres y Araceli Fernández,
mis padres; y Sofía López Fernández, sobrina de Cristóbal, hija de su hermana Sofía.
Las hazañas bufas de Cristóbal, algunas
de extrema crueldad y otras muy escatológicas, eran muy conocidas en Miguel
Esteban, El Toboso y otros pueblos limítrofes, más o menos próximos.
Algunos fragmentos de las historias
están deliberadamente fantaseados, manteniendo la realidad de los hechos. Los
nombres utilizados –excepción con Cristóbal y Teófilo Torres, que coincidieron
en el penal de Ocaña (Toledo) como presos políticos, al ser condenados los dos
por haber combatido en el Ejército de la segunda República– no son, en la
mayoría de los casos, los reales. He querido, sin embargo, utilizar nombres de
personas de Miguel Esteban (Toledo), que fueron testigos de las tremendas,
impías gamberradas de Cristóbal Fernández Dorado, un hombre excesivo en sus excesos.
Una de esas frases geniales de
Cristóbal era: “Ahora que no tengo garrota, todo son peleas”. Se refería,
naturalmente, al sexo. Se quejaba de que las mujeres le pedían “guerra” cuando,
cercano a la vejez, ya no podía responder a los embates que las mujeres le
proponían o que creía que le proponían: no dejaba de ser otra de sus fantasías.
A partir de cierta edad, pocas o ninguna mujer piden guerra a un viejo. O lo
que es lo mismo:
A la vejez, ciruelas, Cristóbal. ¿O
es viruelas?
EL TONTO GERVASIO,
UN BORRICO Y UNA CAGALERA
Sonaban
metálicos los cencerros: los diablos, ataviados con harapos de colorines,
corrían y recorrían las empedradas calles armados con secas calabazas atadas a
un palo: golpeaban puertas y ventanas, vociferaban agrios, ululaban atrevidos
antes de auparse a los tejados, desde donde arrojaban tejas contra todo aquel
que se atreviera a salir de su casa. Todos corrían espantados: las mujeres sujetándose
las faldas, los hombres para evitar sonoros calabazazos. El cura se encerró
dentro de los sólidos muros de la iglesia: rezos rezados hasta el miércoles de
ceniza. Carnaval: permitido festival de carne, pecado y holganza.
Gervasio, canijo y simplón, nunca
despuntó por su agudeza. Gervasio, atolondrado y descuidado, maceraba sus pocas
ideas mirando el interior de sus bolsillos. Gervasio se dejó caer por la
carpintería, donde Cristóbal le daba charla gratis.
–¿Gervasio, quieres divertirte? ¿Nos
burlamos a gusto de todos estos ciriñolos?
–¿Qué hay que hacer Cristóbal?
Le convenció para compartir un
suculento y amistoso guiso de arroz, en el que Cristóbal añadiría un eficaz
purgante de efecto retardado. Se disculpó por no poder comer tan elaborado plato,
culpando a su estómago de la indisposición.
–Cristóbal este arroz es pura
gloria.
–Pura gloria, Gervasio, pura gloria.
–¿Y ahora qué tenemos que hacer?
Le explicó que tendría que montar en
un burro –él guiaría los ramales–, y que recorrerían el pueblo gritando “¡¡Que
me cago, que me cago!!”.
–¿Sólo eso Cristóbal?
Al atardecer, Cristóbal le puso la
albarda al borrico; y Gervasio, ufano por la broma que gastarían, premioso se
subió al pequeño animal. Le convenció también para atarle los pies, encintándole
los tobillos.
En la calle Real, cuando Gervasio
vociferaba con voz ronca cercana al rebuzno “¡¡Que me cago, que me cago!!”,
sintió que sus tripas gruñían desaforadas. El retortijón le removió las
entrañas: el fármaco hacía efecto. No le dio más importancia. Pero segundos
después, Gervasio sintió la necesidad imperiosa de descargar. Instintivamente
quiso bajarse del burro: sus tobillos encintados se lo impidieron.
–Oye Cristóbal, que me cago de
verdad. Desátame…
–Así me gusta Gervasio, que finjas
con realismo y naturalidad.
–Cristóbal que no es una broma, que
me cago.
–Así Gervasio, así. Grita fuerte.
–¡Cristóbal que me cago, que no
aguanto más!
–Eso es, eso es.
–¡Cristóbal joder, que me cago!
Gervasio descargó dentro de sus
pantalones, sobre el burro. Cristóbal, voceando “¡El guarro se ha cagado!”,
tapándose la nariz, le paseó impíamente por todo el pueblo. Un reguero
amarronado, vertido por las piernas del pantalón de Gervasio, fue la huella de
la bellaquería carnavalesca de Cristóbal.
LA
PROCESIÓN DE LOS BORRACHOS
Amigos y
amigotes se dieron cita en el cerro de santa Ana, en los restos del convento de
los Agustinos, cerca de El Toboso. Desde el pueblo, a poco más de dos
kilómetros, llegaba nítida la fúnebre, apocalíptica música que acompañaba los
pasos de la procesión del Viernes Santo. Paseaban en andas a su dios
Jesucristo, a la Virgen
del Socorro, a un Cristo yacente, a… Los capirotes, negros y azul nazareno,
portaban velas y cirios para iluminar el nocturno recorrido religioso.
Cristóbal tenía preparadas dos
arrobas de vino blanco, excelente caldo manchego, de la anterior cosecha. Le
acompañaban, entre otros gañanes, Pedro “Dos culos”, Genaro “Botones”,
Francisco “Chirla”, Santiago “Mayorales”… todos muy conocidos por ser almas
burlonas, espíritus traviesos. Improvisaron un fuego con sarmientos, donde
tostaron varios kilos de torreznos: celebraban su peculiar Semana Santa.
Torreznos abrasados, pan de hogaza y
vino animaron la velada: se comentaba jocoso sobre la beatería hipócrita, sobre
santos y santones cornudos, sobre badajos golpeando metálicas sotanas. La
conversación creía frenética: el vino calentaba las lenguas. Cristóbal, en una
nueva ocurrencia, hizo su descabellada propuesta:
–¿Por qué no celebramos nuestra
propia procesión?
–Estás loco –le respondieron–.
–No tenéis cojones.
–¿¡Que no tenemos cojones?!
Los genitales: esencia del hombre,
masculinidad, punto de partida de la arrojada locura. Símbolo de valor, de
estupidez. Mencionar los cojones es retar, abrir la puerta de lo imposible como
posible posibilidad. Cojones es hombría, dicen. Una invitación a la nada.
Planearon ir furtivos hasta el
pueblo, vestirse extravagante como obispones beodos, hacerse con unas andas y
pasear a Pedro “Dosculos”: sería san José cornudo, portando en sus manos un
nardo. El resto, costaleros improvisados, acompañarían el paso canturreando “La Tremenda”, fúnebre
oración de despedida mortuoria.
Pedro “Dosculos” se instaló en la
plataforma portátil. El resto de la parranda se echó el grotesco paso al hombro
para hacer un recorrido paralelo, entre ayes, rebuznos, eructos, pedos y
cánticos soeces. Su algarada cabalgó entre las calles, hasta tropezar con la
procesión oficial. El cura, iracundo, protestó: “¡Blasfemos, miserables, canallas,
os condenaréis en el fuego eterno del Infierno!”. El alcalde, ofendido, dio
orden a los municipales de actuar: “¡Calentarlos bien!”. El sargento de la Guardia Civil, tricornio
calado hasta las cejas, cara de mala hostia, aseveró: “Nosotros nos
encargaremos. Esta noche no tendrán frío, por mis cojones”.
Los improvisados nazarenos al
escuchar “¡Alto a la autoridad!”, recobrada de inmediato a perdida lucidez,
soltaron la plataforma y huyeron a la carrera. El golpetazo que se pegó Pedro
“Dosculos” le dejó tumbado en el suelo, junto a su peana procesional. Su
dolorido cuerpo tras la caída, fue molido a palos con saña por la autoridad.
UNA EXTRAÑA
PICADURA DE TABACO
A primera hora
de la mañana, despertando con el gallo, Cristóbal llegaba a la carpintería, en
una de las orillas del pueblo. Antes, en el Bar de Morros, había saboreado un
cargado carajillo: café y aguardiente, muy caliente, casi hirviendo. Tras
vestirse con una bata azul, trabajaba la madera para hacer ventanas, puertas,
mesas, banquetas... y carros. En la carpintería o carretería tenía por compañeros
a Lamparilla, Adel y Rondilla. Aderezaban la jornada con chistes y charlas triviales.
Sobre las diez de la mañana, el
almuerzo: tocino, chorizo, quizá morcilla sobre pan. Se acompañaban de vino
fuerte. Y tras el potente tentempié, echaban unos pitos. Lamparilla, Adel y
Rondilla siempre ponían sus garras sobre la petaca de Cristóbal: extraían los
pitos, fortísimo “caldo de gallina” marca “Ideales”, que reliaban y encendían.
–¿No sois un poco gorrones? –espetó
Cristóbal–. Ni un sólo día ofrecéis tabaco. ¿No os dan vuestras mujeres dos
perras gordas para comprar tabaco?
–Cómo eres Cristóbal. Si sólo son
tres cigarros.
–Tres cigarros hoy, tres cigarros
ayer, tres cigarros anteayer, tres cigarros mañana…
–Vale, vale. Si tanto te molesta...
–Bueno, ya que los tenéis en las
manos...
–¿Hoy no fumas, Cristóbal?
–Hoy no me apetece.
Encendieron los caldos: aspiraron el
humo lento, transportándolo hasta los pulmones, saboreando la fresca picadura.
Y empezaron a toser seco y repetido. El tabaco ese día tenía un olor raro, un
sabor diferente, acre. Con la segunda calada, volvieron las toses, más
intensas. Con la tercera calada, mirando desconfiados a los cigarros,
Lamparilla, Adel y Rondilla estaban próximos al vómito.
Cristóbal, harto de la gorronería
impávida de sus compañeros, había ideado escarmentarles: recogería una seca
mierda del corral y, tras picarla, la mezclaría a partes iguales con el tabaco.
Dispondría los cigarros en la petaca, sin alterar su apariencia. Después sólo
tendría que esperar a los tres gorriones.
–¿Qué os pasa?
–Los cigarros, saben a rayos –entre
toses y espasmos–. Y hasta huelen mal, como a podrido, como a mierda...
Lamparilla, Adel y Rondilla se
miraron: volvieron su mirada a Cristóbal. Algo pasaba. Adivinaron que el tabaco
contenía algo raro, que eran víctimas de alguna de las afamadas bromas de
Cristóbal.
–¿Qué le has puesto al tabaco?
–¿No está bueno? –respondió malicioso
Cristóbal–. ¿No tiene un gusto especial?
–Estáis fumando picadura de auténtica
mierda, ¡gorrones!
No esperó la respuesta: la respuesta
hubiera sido brutal. Cristóbal huyó a la carrera. Lamparilla, Adelio y Rondilla
jamás le perdonaron tan calculada bellaquería, jamás le aceptaron otro cigarro.
(continuará).
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