viernes, 29 de marzo de 2013

CRISTOBALÓN "EL CARRETERO"

Cristóbal Fernández Dorado en su vejez, en Madrid, en los primeros años de la década de los 70 (siglo XX).

Excesos de juventud de Cristóbal Fernández Dorado,anarquista socarrón y mujeriego, bellaco en sus bellaquerías.Se casó con una viuda católica y beatona: el matrimonio acabó como el rosario de la aurora. Miliciano de la República, encarcelado por defender la Libertad y la democracia, el franquismo le aniquiló

(NARRACIÓN CORTA. PRIMERA ENTREGA)



EXPLICACIONES Y ALGUNOS DATOS BIOGRÁFICOS
El conjunto de historias que se fabulan en esta narración corta, que hasta ahora había permanecido inédita, tuvieron como principal protagonista a Cristóbal Fernández Dorado, mi abuelo materno, nacido en Motilla del Palancar (Cuenca), a finales del siglo XIX. Sus padres, Patrocinio y Rosario, campesinos de condición humilde, se trasladaban de unas poblaciones a otras, para trabajar como temporeros. Eran de Campo de Criptana (Ciudad Real). Cristóbal tuvo como hermanos a Ismael, el primogénito, Florentino, Ascensión y Sofía. De Ascensión y Sofía tenemos noticias de que vivieron en Miguel Esteban. Nada sabemos de sus hermanos Ismael y Florentino (Sofía, sobrina de Cristóbal, tiene una fotografía de Florentino).
Cristóbal se educó y vivió en Campo de Criptana, Miguel Esteban y El Toboso (Toledo), hasta 1936. Era carpintero, especializado en la construcción de carros. Ideológicamente, Cristóbal era simpatizante de la causa anarquista, entendiendo el anarquismo en el medio rural, en su tiempo. Los postulados anarquistas en aquel tiempo obedecían a unas condiciones de vida muy duras para las clases trabajadoras, especialmente para los campesinos, sometidos a los terratenientes, detentadores de privilegios desde el siglo XV.
Se casaría con Socorro Caraballo Payá, hija de un cura con parroquia en Madrid, viuda y con cuatro hijos. El matrimonio tendría tres hijos: Lourdes, Araceli y Patrocinio. Separados –su esposa, Socorro, se hartó de sus insistentes aventuras mujeriegas–, Cristóbal se trasladó hasta Albacete, con sus dos hijas. Cuando los rebeldes africanistas provocaron la guerra civil, tras el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, Cristóbal se incorporó a las milicias de la República, con fuerzas del sindicato anarquista CNT. En la postguerra, sufrió años de cárcel, pasando algunos años en el durísimo penal de Ocaña (Toledo). Y puesto en libertad, una vez que volvió a Albacete, convivió con Josefa, una joven de Motril, con la que tuvo otros cuatro hijos: Olimpia, Florinda, Mauricio (también Maudilio) y Pepe.
            Cristóbal Fernández Dorado podría definirse como un hombre histriónico, socarrón; un espíritu libre y burlón propenso a la juerga, dentro de ese peculiar estilo de la “España profunda” que tendría sus raíces en esos textos de Camilo José Cela –deudor de la narrativa tosca del pintor José Gutiérrez Solana– que describen una España analfabeta y salvaje, cruel con los débiles… o en los chistes de Miguel Gila, retratos fidedignos de un país cerril y asilvestrado, propenso a la bestialidad como principal seña de identidad.
El conjunto de episodios conocidos de la vida de Cristóbal, Cristobalón “El carretero”, le definen como un personaje divertido, protagonista de excesos y borriquerías de pueblo: cruel en ocasiones con los tontos y los débiles mentales, mujeriego empedernido, amante de sus hijas (su hijo Patrocinio nació en una inclusa de Madrid. Socorro, su esposa, cuando su matrimonio estaba roto, no quiso saber nada de ese hijo, quizá porque desde entonces no quiso saber nunca más nada de Cristóbal. El amor inicial se transformó en odio. Cristóbal no conocería hasta bastantes años después, cuando salió de la cárcel, donde estuvo por rojo, a su hijo Patrocinio…
            En la biografía de Cristóbal hay lagunas, páginas en blanco, oscuros misterios: se sabe que mantuvo conocidos, apasionados y efímeros romances aquí y allá, con unas y otras, solteras, casadas, viudas… con posible descendencia extra-matrimonial… Forman parte de su vida oculta, se llevó a la tumba tras sufrir un infarto fulminante.
            Todas las historias que se recogen en estos textos son reales, verídicas. Ocurrieron en unos lugares concretos, en un tiempo preciso: finalizando el siglo XIX e iniciando su andadura el siglo XX, una centuria muy conflictiva para los españoles, que arrastraban todos los problemas económicos de la pérdida de las últimas colonias ultramarinas, más una falta de modernización de todas las estructuras económicas y sociales. La intervención de la iglesia católica en la vida política, económica y social de España, desde la época de los llamados Reyes Católicos han sido tan nefasta como negativa.
Las fuentes de información han sido Miguel Torres y Araceli Fernández, mis padres; y Sofía López Fernández, sobrina de Cristóbal, hija de su hermana Sofía.  Las hazañas bufas de Cristóbal, algunas de extrema crueldad y otras muy escatológicas, eran muy conocidas en Miguel Esteban, El Toboso y otros pueblos limítrofes, más o menos próximos.
            Algunos fragmentos de las historias están deliberadamente fantaseados, manteniendo la realidad de los hechos. Los nombres utilizados –excepción con Cristóbal y Teófilo Torres, que coincidieron en el penal de Ocaña (Toledo) como presos políticos, al ser condenados los dos por haber combatido en el Ejército de la segunda República– no son, en la mayoría de los casos, los reales. He querido, sin embargo, utilizar nombres de personas de Miguel Esteban (Toledo), que fueron testigos de las tremendas, impías gamberradas de Cristóbal Fernández Dorado, un hombre excesivo en sus excesos.
            Una de esas frases geniales de Cristóbal era: “Ahora que no tengo garrota, todo son peleas”. Se refería, naturalmente, al sexo. Se quejaba de que las mujeres le pedían “guerra” cuando, cercano a la vejez, ya no podía responder a los embates que las mujeres le proponían o que creía que le proponían: no dejaba de ser otra de sus fantasías. A partir de cierta edad, pocas o ninguna mujer piden guerra a un viejo. O lo que es lo mismo:
            A la vejez, ciruelas, Cristóbal. ¿O es viruelas?


EL TONTO GERVASIO, UN BORRICO Y UNA CAGALERA
Sonaban metálicos los cencerros: los diablos, ataviados con harapos de colorines, corrían y recorrían las empedradas calles armados con secas calabazas atadas a un palo: golpeaban puertas y ventanas, vociferaban agrios, ululaban atrevidos antes de auparse a los tejados, desde donde arrojaban tejas contra todo aquel que se atreviera a salir de su casa. Todos corrían espantados: las mujeres sujetándose las faldas, los hombres para evitar sonoros calabazazos. El cura se encerró dentro de los sólidos muros de la iglesia: rezos rezados hasta el miércoles de ceniza. Carnaval: permitido festival de carne, pecado y holganza.
            Gervasio, canijo y simplón, nunca despuntó por su agudeza. Gervasio, atolondrado y descuidado, maceraba sus pocas ideas mirando el interior de sus bolsillos. Gervasio se dejó caer por la carpintería, donde Cristóbal le daba charla gratis.
            –¿Gervasio, quieres divertirte? ¿Nos burlamos a gusto de todos estos ciriñolos?
            –¿Qué hay que hacer Cristóbal?
            Le convenció para compartir un suculento y amistoso guiso de arroz, en el que Cristóbal añadiría un eficaz purgante de efecto retardado. Se disculpó por no poder comer tan elaborado plato, culpando a su estómago de la indisposición.
            –Cristóbal este arroz es pura gloria.
            –Pura gloria, Gervasio, pura gloria.
            –¿Y ahora qué tenemos que hacer?
            Le explicó que tendría que montar en un burro –él guiaría los ramales–, y que recorrerían el pueblo gritando “¡¡Que me cago, que me cago!!”.
            –¿Sólo eso Cristóbal?
            Al atardecer, Cristóbal le puso la albarda al borrico; y Gervasio, ufano por la broma que gastarían, premioso se subió al pequeño animal. Le convenció también para atarle los pies, encintándole los tobillos.
            En la calle Real, cuando Gervasio vociferaba con voz ronca cercana al rebuzno “¡¡Que me cago, que me cago!!”, sintió que sus tripas gruñían desaforadas. El retortijón le removió las entrañas: el fármaco hacía efecto. No le dio más importancia. Pero segundos después, Gervasio sintió la necesidad imperiosa de descargar. Instintivamente quiso bajarse del burro: sus tobillos encintados se lo impidieron.
            –Oye Cristóbal, que me cago de verdad. Desátame…
            –Así me gusta Gervasio, que finjas con realismo y naturalidad.
            –Cristóbal que no es una broma, que me cago.
            –Así Gervasio, así. Grita fuerte.
            –¡Cristóbal que me cago, que no aguanto más!
            –Eso es, eso es.
            –¡Cristóbal joder, que me cago!
            Gervasio descargó dentro de sus pantalones, sobre el burro. Cristóbal, voceando “¡El guarro se ha cagado!”, tapándose la nariz, le paseó impíamente por todo el pueblo. Un reguero amarronado, vertido por las piernas del pantalón de Gervasio, fue la huella de la bellaquería carnavalesca de Cristóbal.


LA PROCESIÓN DE LOS BORRACHOS
Amigos y amigotes se dieron cita en el cerro de santa Ana, en los restos del convento de los Agustinos, cerca de El Toboso. Desde el pueblo, a poco más de dos kilómetros, llegaba nítida la fúnebre, apocalíptica música que acompañaba los pasos de la procesión del Viernes Santo. Paseaban en andas a su dios Jesucristo, a la Virgen del Socorro, a un Cristo yacente, a… Los capirotes, negros y azul nazareno, portaban velas y cirios para iluminar el nocturno recorrido religioso.
            Cristóbal tenía preparadas dos arrobas de vino blanco, excelente caldo manchego, de la anterior cosecha. Le acompañaban, entre otros gañanes, Pedro “Dos culos”, Genaro “Botones”, Francisco “Chirla”, Santiago “Mayorales”… todos muy conocidos por ser almas burlonas, espíritus traviesos. Improvisaron un fuego con sarmientos, donde tostaron varios kilos de torreznos: celebraban su peculiar Semana Santa.
            Torreznos abrasados, pan de hogaza y vino animaron la velada: se comentaba jocoso sobre la beatería hipócrita, sobre santos y santones cornudos, sobre badajos golpeando metálicas sotanas. La conversación creía frenética: el vino calentaba las lenguas. Cristóbal, en una nueva ocurrencia, hizo su descabellada propuesta:
            –¿Por qué no celebramos nuestra propia procesión?
            –Estás loco –le respondieron–.
            –No tenéis cojones.
            –¿¡Que no tenemos cojones?!
            Los genitales: esencia del hombre, masculinidad, punto de partida de la arrojada locura. Símbolo de valor, de estupidez. Mencionar los cojones es retar, abrir la puerta de lo imposible como posible posibilidad. Cojones es hombría, dicen. Una invitación a la nada.
            Planearon ir furtivos hasta el pueblo, vestirse extravagante como obispones beodos, hacerse con unas andas y pasear a Pedro “Dosculos”: sería san José cornudo, portando en sus manos un nardo. El resto, costaleros improvisados, acompañarían el paso canturreando “La Tremenda”, fúnebre oración de despedida mortuoria.
            Pedro “Dosculos” se instaló en la plataforma portátil. El resto de la parranda se echó el grotesco paso al hombro para hacer un recorrido paralelo, entre ayes, rebuznos, eructos, pedos y cánticos soeces. Su algarada cabalgó entre las calles, hasta tropezar con la procesión oficial. El cura, iracundo, protestó: “¡Blasfemos, miserables, canallas, os condenaréis en el fuego eterno del Infierno!”. El alcalde, ofendido, dio orden a los municipales de actuar: “¡Calentarlos bien!”. El sargento de la Guardia Civil, tricornio calado hasta las cejas, cara de mala hostia, aseveró: “Nosotros nos encargaremos. Esta noche no tendrán frío, por mis cojones”.
            Los improvisados nazarenos al escuchar “¡Alto a la autoridad!”, recobrada de inmediato a perdida lucidez, soltaron la plataforma y huyeron a la carrera. El golpetazo que se pegó Pedro “Dosculos” le dejó tumbado en el suelo, junto a su peana procesional. Su dolorido cuerpo tras la caída, fue molido a palos con saña por la autoridad.


UNA EXTRAÑA PICADURA DE TABACO
A primera hora de la mañana, despertando con el gallo, Cristóbal llegaba a la carpintería, en una de las orillas del pueblo. Antes, en el Bar de Morros, había saboreado un cargado carajillo: café y aguardiente, muy caliente, casi hirviendo. Tras vestirse con una bata azul, trabajaba la madera para hacer ventanas, puertas, mesas, banquetas... y carros. En la carpintería o carretería tenía por compañeros a Lamparilla, Adel y Rondilla. Aderezaban la jornada con chistes y charlas triviales.
            Sobre las diez de la mañana, el almuerzo: tocino, chorizo, quizá morcilla sobre pan. Se acompañaban de vino fuerte. Y tras el potente tentempié, echaban unos pitos. Lamparilla, Adel y Rondilla siempre ponían sus garras sobre la petaca de Cristóbal: extraían los pitos, fortísimo “caldo de gallina” marca “Ideales”, que reliaban y encendían.
            –¿No sois un poco gorrones? –espetó Cristóbal–. Ni un sólo día ofrecéis tabaco. ¿No os dan vuestras mujeres dos perras gordas para comprar tabaco?
            –Cómo eres Cristóbal. Si sólo son tres cigarros.
            –Tres cigarros hoy, tres cigarros ayer, tres cigarros anteayer, tres cigarros mañana…
            –Vale, vale. Si tanto te molesta...
            –Bueno, ya que los tenéis en las manos...
            –¿Hoy no fumas, Cristóbal?
            –Hoy no me apetece.
            Encendieron los caldos: aspiraron el humo lento, transportándolo hasta los pulmones, saboreando la fresca picadura. Y empezaron a toser seco y repetido. El tabaco ese día tenía un olor raro, un sabor diferente, acre. Con la segunda calada, volvieron las toses, más intensas. Con la tercera calada, mirando desconfiados a los cigarros, Lamparilla, Adel y Rondilla estaban próximos al vómito.
            Cristóbal, harto de la gorronería impávida de sus compañeros, había ideado escarmentarles: recogería una seca mierda del corral y, tras picarla, la mezclaría a partes iguales con el tabaco. Dispondría los cigarros en la petaca, sin alterar su apariencia. Después sólo tendría que esperar a los tres gorriones.
            –¿Qué os pasa?
            –Los cigarros, saben a rayos –entre toses y espasmos–. Y hasta huelen mal, como a podrido, como a mierda...
            Lamparilla, Adel y Rondilla se miraron: volvieron su mirada a Cristóbal. Algo pasaba. Adivinaron que el tabaco contenía algo raro, que eran víctimas de alguna de las afamadas bromas de Cristóbal.
            –¿Qué le has puesto al tabaco?
            –¿No está bueno? –respondió malicioso Cristóbal–. ¿No tiene un gusto especial?
            –Estáis fumando picadura de auténtica mierda, ¡gorrones!
            No esperó la respuesta: la respuesta hubiera sido brutal. Cristóbal huyó a la carrera. Lamparilla, Adelio y Rondilla jamás le perdonaron tan calculada bellaquería, jamás le aceptaron otro cigarro.
(continuará).
 







 


 

lunes, 4 de marzo de 2013

IRLANDESES DE LA PETER DALY SOCIETY RECORREN EL RASTRO DE MADRID



Siete de irlandeses de la Peter Daly Society, que habían participado en la Sexta Marcha Memorial Batalla del Jarama, visitaron distintos puntos de Madrid, centrándose en El Rastro, un espacio que les resulta fascinante.

 Con Steven Mc Caan, Wally Doyle, Tom Redmon, Chris "Thatcher" Carey, Eoin Redmon, Peter Brown y Chris Carey, de la Peter Daly Society, junto a Robert Green Bally, iniciamos el recorrido en la zona de Atocha, con una parada en la estatua erigida a los héroes del Caney, 500 soldados españoles en Cuba, en el Fuerte de El Viso, que combatieron durante diez horas soportando los ataques de 7.000 soldados norteamericanos. Los soldados españoles resistieron los avances de las tropas de Lawton, hasta que se quedaron sin municiones.
Los irlandeses encontraron la vieja Estación del Mediodía en obras. Madrid es una obra eterna, como si hubiera alguna maldición que obligara a buscar eternamente un tesoro escondido que nunca se localiza. Bajamos por la Ronda de Valencia hasta llegar a la Glorieta de Embajadores. Les sorprendió que hubiera una Casa de Baños, donde poder lavarse por unas pocas monedas. Les explicamos que en Madrid hay otra Casa de Baños en la zona de Cuatro Caminos. Tienen su origen en la necesidad de lavarse y la falta de agua corriente en las casas de Madrid. En la puerta de la Casa de Baños se agolpaban inmigrantes, en su mayoría rumanos que sobreviven en las calles.
 En la proximidad de la Glorieta de Embajadores, en la calle del mismo nombre, encontraron un local con sabor español: Fórmula Nieto´s. Es una taberna de barrio, auténtica: no figura en las afamadas guías turísticas. Se pueden degustar desde churros y porras, de buena mañana; a patatas bravas… Irlandeses, patatas y cerveza: excelente combinación.
Seguimos la Ronda de Toledo, que lleva hasta la Puerta de Toledo, hasta llegar antes a la Ribera de Curtidores. Es el eje central de El Rastro. Antes de adentrarnos en ese gigantesco hormiguero internacional multicolor, saturado de olores, indicaciones para que nuestros amigos llevaran la cartera en lugar seguro: aunque hay vigilancia con policías de uniforme y de paisano, los carteristas forman parte de la fauna propia del rastro. Los carteristas, auténticos depredadores urbanos, son tipos bien vestidos y educados, dispuestos a ayudarte en cualquier momento. Su ayuda es la pérdida de tu cartera. Saben elegir a sus víctimas: en pocas ocasiones se nota que te han desplumado.
 Caminamos lento, mirando a esta y a esa tienda: ofrecen de todo, a todo precio. Son productos de baratillo, de poca calidad, de bajo precio. En un tenderete, puedes ver toda suerte de cuchillería albaceteña o toledana; en el de al lado, ropa interior de mujer. No hay orden… o el orden sigue un caos controlado. Son las leyes de la caótica, ciencia que estudia el orden del caos. A medio recorrido, los típicos carteles de toros, donde estampar tu nombre: la terna la forman Jesulín de Ubrique, John O´Brien y José Tomás… Son los toros y los toreros, lo más típico de España: hombres-torero, mujeres-morenas celosas. Los tópicos funcionan. Nuestro amigo Chris … pregunta por esas españolas morenas y ardientes, celosas, capaces de enamorarte y romperte el corazón… tuvo que conformarse con una “española” un poco estática, menos pasional.
                                                    Una española algo estática, poco pasional

 Más tarde llegaríamos hasta la estatua dedicada a “Cascorro”, apodo de Eloy Gonzalo, héroe español en la Guerra de Cuba. Está próximo al vértice donde se inician las calles Embajadores y Ribera de Curtidores, junto a una tienda de nombre muy oloroso: Marihuana. En las inmediaciones de “Cascorro” hay tenderetes donde comprar uniformes militares y toda suerte de objetos bélicos. En El Rastro se pueden comprar las cosas más variopintas. 
Avanzamos hasta un poco más allá, para tomar la calle Duque de Alba, a la derecha, que nos lleva hasta la Plaza de Tirso de Molina, donde conviven dos mercadillos: uno de flores, y el llamado Mercadillo Rojo, donde comprar toda suerte de enseñas e iconos de izquierdas, incluidos bustos y pequeñas estatuas de Lenin o Fidel Castro. El grupo de la Peter Daly Society miró y revisó, hasta hacerse con algunas banderas y pims, además de otros objetos. Allí hablaron con uno de los vendedores: está allí más por recordar que por vender. Su padre fue miliciano de la República y combatió en la Batalla del Ebro. Se emocionó al saber que hay gente que viaja para homenajear a los que defendieron en España la libertad y la República frente al fascismo; se emocionó al comprobar que los demócratas españoles no están solos frente al franquismo rampante que se tolera en España, o que se glorifica en los rótulos de las calles que les dedicaron durante la dictadura, que perviven en miles de pueblos y ciudades de España.
 Albert Pla nos lo recuerda: "Tu vida es una puta mierda y lo sabes"
 En una de las paredes, un cartelón publicitario anunciaba una obra del supuestamente genial Albert Pla, en el Teatro Fernando de Rojas, del Círculo de Bellas Artes: Tu vida es una puta mierda y lo sabes. Tampoco es ninguna genialidad decir lo que todos sabemos: (los capitalistas) han hecho de nuestras vidas una puta mierda. Pero no tenemos otra y luchamos por sobrevivir.
Volvimos a nuestros pasos por la misma calle Duque de Alba, donde advertimos que hay un cine porno, con horario de apertura a las 10 de la mañana. No parecen horas para ejercer la sicalipsis.
Nos adentraríamos esta vez, desde la Plaza Cascorro, por la calle Amazonas, a la derecha, para después de atravesar una plaza rectangular, bajar por la calle Carlos Arniches. Es zona de ropavejeros, donde se ofrece mucha quincalla a precio de oro –mejor fiarse de los vendedores gitanos: no quieren buenos principios para sus hijos. Sólo reivindican su parte, en función de lo invertido en la compra–. En esta zona se encuentran los auténticos charlatanes de feria, hienas de carroña, vendedores de crecepelo para bolas de billar, dispuestos a embaucarte y colocarte una cámara fotográfica Rollei analógica, de 6 x 6, por la friolera de 400 euros. Maestros de la estafa, no les rechistes ni les demuestres que son unos ladrones, porque te la arman. Tienes que dejarte engañar como un tonto, fingiendo ser tonto, para saciar su avaricia. Este tipo de vendedores, pícaros sin gracia, no pescan con caña. Pescan con mazo: pican pocos, pero el que pica… ¡menudo mazazo!

 Un poco más abajo, en la misma calle Carlos Arniches, en un tenderete atendido por dos japonesas diminutas, monedas y billetes de poco valor. Preguntamos por el precio de un billete de dos pesetas, de la República española. Nos piden 9 euros. Es fácil pensar que han confundido valor y precio. No sabemos si es que había que regatear, haciéndonos los ofendidos, para obtener un mejor precio, distinto de su valor; aunque sí sabíamos que un billete como el visto, en mejor estado, en la Plaza Mayor de Madrid, donde los domingos instalan un mercadillo de sellos y monedas, se podía adquirir por 3 euros. La calle Carlos Arniches, que tiene un importante desnivel, desemboca en una plaza, pegada a la Ronda de Toledo, remodelada con exceso de granito: el alcalde Ruiz Gallardón –el peor alcalde de Madrid, en toda su historia, de la derecha más derecha: sus obras tan faraónicas como poco funcionales, ha dejado a los madrileños una deuda de varios miles de millones– ha puesto demasiado granito en toda la ciudad. En esa plaza se concentran los cromeros, vendedores y cambiadores de cromos; los libreros de viejo, los herramienteros… por estar, están hasta grupo de cantores latinoamericanos que piden por la salvación de las cándidas almas descarriadas: aunque muchos no somos borregos de ese rebaño que huele a incienso, no pertenecemos a esa grey.
 Miramos en el reloj para comprobar que habíamos superado el mediodía. Nuestros cuerpos pedían descanso, reponer fuerzas. Caminamos hacia Formula Nieto´s, en poquito más allá de la Glorieta de Embajadores, donde nos esperan unas deliciosas raciones de patatas bravas y unas cuantas jarras de cervezas.